Vida, transición y cambio

Los seres humanos, por diversas razones, tendemos a creer que “se llega a ser algo” como si uno fuese hacia un estado de estabilidad permanente o a un ser inamovible. Lo real es que todos los seres humanos estamos constantemente en proceso de cambios, basta que nos miremos al espejo y comparemos lo que allí observamos con alguna de nuestras fotografías.

William Inge, dramaturgo norteamericano, pone en labios de Adán, cuando es expulsado del Edén, una broma para consolar a Eva, que no entiende lo que está ocurriendo:
-“Pero, querida, ¿qué le vas a hacer? Vivimos en una época de transición”.[1]

Más allá del chiste la verdad es que la vida toda es una constante y permanente transición. Lo único permanente es el cambio.

¿Qué es la transición? 

La palabra “transición” está relacionada con los vocablos “transitar, transitivo, tránsito”, todo lo que conlleva la idea de pasar de un lado hacia otro, implica avanzar y no estar detenido.

Transitar por la vida es cambiar. Lo inmóvil muere. El agua que se detiene deviene en otro ser. La vida misma, por definición es constante transitar. José Ortega y Gasset, el filósofo español, decía, que “el hombre es un incesante, ineludible y puro hacer”.[2] En este sentido, el ser humano está en todo instante pasando de un punto a otro.

El cambio como esencia de la vida humana 

Muchas personas sin entender plenamente lo que están diciendo afirman temer al cambio. De hecho, uno de los temores más extendidos entre los humanos es a cambiar. Sin embargo, la realidad demuestra que es un temor infundado. No tiene sentido. Hoy podemos ver que el cambio es tan vertiginoso que simplemente temerle, no sólo es absurdo, sino que nos inmoviliza para poder adecuarnos a dicho cambio.

Algo de eso era la lectura que hacía hace un par de décadas el periodista Alvin Toffler cuando nos hablaba de un “schock” en relación al futuro.[3] Cuando las personas no son capaces de vivir junto con el cambio de manera inteligente, entonces, se produce un fracaso de adaptación que nos impide gozar del inmenso privilegio de vivir con sentido. En muchos individuos hay una resistencia casi patológica a cambiar, no sólo en sus asuntos personales sino en relación a la sociedad en general.

Sonreímos al observar a comunidades religiosas tan cerradas al cambio como los Amish, por ejemplo, grupo protestante norteamericano de origen menonita. Ellos han sido capaces a fuerza de tradición de mantener un modo de vida ligado al pasado que no acepta las influencias de la sociedad industrializada de hoy en día. Visten de un modo extremadamente sencillo, utilizando corchetes en vez de botones y viajan en coches tirados por caballos en vez de utilizar vehículos. Por otro lado, nos provoca cierto fastidio el observar el odio recalcitrantre de grupos terroristas como el tristemente famoso Ku Kux Klan que se ha negado sistemáticamente a aceptar las diferencias raciales e ideológicas aferrándose a esquemas rígidos, no sólo de pensamiento sino de conducta. Lo dramático de estos grupos es que son la parte visible de una conducta humana más normal de lo que desearíamos la de aquellos que se resisten a cambiar.

El peligro del rechazo al cambio

Cuando nos oponemos al cambio, entonces nuestras vidas se convierten no sólo en rutinarias sino que negamos el elemento más vital y trascendente de la vida humana la transformación y el crecimiento.

Es obvio el cambio físico que uno observa en las personas, sin embargo, cuando dicho cambio no va acompañado por cambio en sus estructuras mentales, en análisis de sus juicios, en curiosidad para aprender, en suma, de someterse a la posibilidad de cambiar, entonces, se llega fácilmente al dogmatismo y al fanatismo, las dos caras de una misma moneda.

La intransigencia obcecada es el producto visible de quienes se niegan a aceptar el cambio. Es cierto que muchos temen que el cambio puede traer males y de allí su temor. Sin embargo, el hecho de que un adolescente se caiga con más frecuencia o sea torpe en tomar los objetos porque “está cambiando” no significa que el cambio en sí sea malo, simplemente, está aprendiendo a vivir con dicho cambio.

Hace unos días conversaba con alguien hablándole de las ventajas del uso de Internet, esa herramienta contemporánea que ha eliminado literalmente las fronteras entre los seres humanos convirtiéndonos a todos en habitantes de un solo país, la tierra. Le hablaba por ejemplo, que ya no hay fronteras reales, simplemente basta una conexión para que podamos comunicarnos con todo el mundo. Ayer, sin más, recibí cartas de España, Indonesia, Malasia, Chile y EE.UU., incluso en un momento conversé de manera instantánea con tres de ellos que viven en diversos continentes. Eso, que alguna vez fue privilegio de gobiernos y aparatos muy sofisticados hoy está al alcance de cualquiera gracias al cambio. La persona me escuchó mi discurso y luego haciendo un gesto de desdén me dijo:

-¡Hasta donde vamos a llegar! Un día se van a meter en nuestras casas para espiarnos y ver que hacemos. ¡Prefiero ir al correo y pagar por una estampilla! ¡Es más seguro!

¡Pobre!, aún no sabe que hoy en día es posible espiar lo que hace en la intimidad de su dormitorio aún desde un satélite a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, no quise decirle eso, tal vez se hubiese asustado más.

De hecho la negación del cambio produce entre otros males la incapacidad de dialogo. Las personas se tornan en dogmáticos y seguros de que su discurso es el único viable de ser escuchado.

Cambiar una ley natural ineludible 

Vivir constantemente en transición es lo único permanente en la vida humana. El cambio es una ley que no se puede esquivar. Quien rechaza la posibilidad de cambiar es como quien se niega a respirar, tarde o temprano algún órgano vital dejará de funcionar.

Cuando no cambiamos estamos negando un proceso natural. La vida en sí misma es cambio permanente.

Cambio y pensamiento 

Llama la atención que la Biblia constantemente está haciendo llamados al cambio. De hecho “conversión”, la expresión más usada por el mundo cristiano es sinónimo de cambio.

El apóstol Pablo quién entendió por experiencia propia la necesidad de cambiar hace llamados constantes a la transformación. Sin embargo, entiende que el cambio siempre ha de comenzar en la mente. Dice en una de sus cartas: “no vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios” (Rom 12:2). En otras palabras, todo cambio de vida va precedido por un cambio en la forma en cómo pensamos. Dicho de otro modo, nadie cambiará de manera perdurable a menos que cambie su modo de pensar.

Esto reduce el problema a un asunto de estructuras mentales. El cambio es vital. No obstante, también es fundamental que las personas realicen una revisión de su forma de pensar. Y allí está probablemente el meollo del asunto. Esto se vuelve un círculo sin sálida: No es posible cambiar si no se cambia la manera de pensar, pero, no es posible cambiar la manera de pensar si no se está dispuesto al cambio. ¿Cómo salir del atolladero?

El problema no es sencillo. No es que tengamos la panacea, sin embargo, es preciso hacer un breve análisis de nuestros hábitos y tal vez, ese sea un camino para poder descubrir si estamos dispuestos a cambiar o no. Por ejemplo, podríamos hacernos las siguientes simples preguntas:

-¿Cuándo tuve un díalogo honesto y sincero con alguien que pensaba diferente a mi? En dicha ocasión, ¿estuve dispuesto a revisar mis pre-conceptos o simplemente me dediqué a objetar y defender mis puntos de vista ya asumidos? Cuando nos atrincheramos sólo vemos nuestra trinchera, de ese modo, es difícil visualizar otro horizonte.

-¿Tiendo a desacreditar o menospreciar la forma de pensar que tienen otras personas aún a riesgo de caer en argumentos de agresión verbal a nuestro interlocutor? Una actitud tal puede estar revelando que no estamos dispuestos a escuchar, salvo a nosotros mismos.

-¿Tengo la tendencia a creer que mi argumentación es la mejor y no admite revisión? Una conducta semejante puede evidenciar que estamos en camino de convertirnos en fanáticos recalcitrantes.

Conclusión 

Ningún ser humano tiene respuestas absolutas. Tal vez eso se evidencia en aquel pequeño pero ejemplificador poema de Antonio Machado el poeta español:

“¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela”.[4]

La Verdad es una sola, sin embargo, su aprenhensión total sólo es prerrogativa divina. Los humanos sólo tenemos vislumbres de dicha verdad. Sólo quienes estén dispuestos a cambiar, a analizar, a esquivar los preconceptos, a reflexionar estando dispuestos a escuchar los argumentos contrarios a los suyos, en suma, a pensar con posibilidad de cambio son los que podrán gozar del privilegio grandioso de crecer en la verdad.

Referencias


[1]  Citado por José L. M. Descalzo, Razones para vivir (Salamanca: Sociedad de Educación Atenas, 1998), 166.
[2]  Unas Lecciones de Metafísica (Madrid: Alianza Editorial, 1970), 28.
[3]  El “Schock” del Futuro (Barcelona: Plaza & Janes, Editores, 1982).
[4]  Poesías Completas (Buenos Aires: Losada, 1958), 225.

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