Apacienta mis ovejas

A modo de aclaración

La iglesia es una sociedad que no se divide por categorizaciones o jerarquías, como algunos equivocadamente plantean. La organización eclesiástica está formada por personas que se ayudan mutuamente en función de los dones recibidos. No hay lugar para caudillismos en la iglesia.



Uno de esos carismas es el pastorado. Todos en la iglesia, incluyendo los pastores, necesitamos a un pastor en nuestras vidas. En estos últimos meses he vivido momentos realmente difíciles, tal vez los más difíciles de mi vida. ¡Cuánto he añorado un pastor en mi vida en estos días! Pensando en eso, me acordé de algo que había escrito hace años, cuando era estudiante de Filosofía y Educación en la Universidad de Concepción. Algo que fue publicado en su momento como un homenaje a quien siempre sentí como mi pastor, el ya fallecido Pr. Alberto Espinoza. ¡Cuánta falta me ha hecho en estos días! Vuelvo a publicar lo que en aquella oportunidad escribí, puede servirnos para entender la verdadera dimensión del pastorado, que nada tiene que ver con caudillismo, sino con liderazgo de vida y el entusiasmar con una visión de perdón, tolerancia, confraternidad, hermandad, respeto, comprensión y amor.



Apacienta mis ovejas

Aquel día había sido particularmente duro. Un examen, varias responsabilidades y un sinfín de otras cosas hacían que me sintiese realmente cansado.

Caminaba lentamente. A ratos añoraba en mi mente las tranquilas horas cuando solía retozar a orillas del río Ñuble, leyendo un libro y escuchando el dulce murmullo de las aguas deslizándose entre las rocas. En ese momento quise dejar todo e irme. Pero, no podía. Cuando uno se sube a un avión no puede bajarse hasta que éste aterrice, y yo veía todo muy lejano.

De pronto me invadió un gran deseo de llorar. Pasaba por uno de esos momentos cuando nada parece cristalino. La gente que iba y venía me parecía lejana. Sentirse solo en medio de una multitud es una experiencia muy triste. El vacío que se siente es comparable a la oscuridad silenciosa de un túnel sin salida.



Llegué a casa. Todo estaba quieto. Habrían pasado unas dos horas antes que mi esposa retornara con nuestra pequeña. Al poco rato tocaron la puerta. Al abrir me encontré con el cartero, quien sonriente, me extendió una carta y me dijo:

―¡Buenas noticias!

Sonreí levemente. Él siempre decía lo mismo. Al leer la carta caí en un sentimiento de abandono más hondo. Era la gota que faltaba para que mi melancolía rebosara, no sólo sentía hastío, sino también impotencia y rabia.

De pronto, impulsado por un deseo de salir, tomé una chaqueta y me dirigí a la calle. Ya estaba anocheciendo. Vagué por mucho rato dejándome llevar por la riada de gente que caminaba a mi lado. En algún momento se .me vino la imagen del pastor. Decidí ir a visitarlo. Subí a un autobús y en una hora llegué a su casa. Sin embargo, nadie salió a la puerta. La casa estaba vacía.

Me quedé un buen rato sentado en el asfalto, sumido en un profundo sentimiento de soledad. Antes de devolverme, puse debajo o de la puerta un mensaje que decía: “Hermano Alberto, son las 2l. Vine a conversar con usted. Vendré otro día”.

Después regresé. Llegué a mi hogar pasadas las 22. Mi esposa me esperaba intranquila. No quise, comentarle lo que me pasaba, ella estaba cansada igual que yo. Después de una breve conversación, nos fuimos a dormir.

Cerca de las 23:30 sentí golpear la puerta, al abrir me quedé sorprendido de ver frente a mí al pastor. Permanecí en silencio y boquiabierto por un par de segundos. Me dijo:

―Bien, aquí estoy.

Rápidamente me di cuenta de que había salido de su casa hacía una hora y que era ya la medianoche, el pastor pasó a la sala en el momento en que aparecía mi esposa. Quise excusarme por haberlo molestado a esa hora y le dije que se trataba de algo no muy importante. El pastor me replicó:

―Te equivocas, Miguel. Todo es importante.

Guardé silencio por unos minutos. Aún tenía los sentimientos de la tarde, fui en busca de la carta que había recibido. Le hablé de ella. Conversamos largamente. Fue una charla de esas que no se olvidan.

Me habló de Jesús, de ese mismo Jesús en quien no había pensado mientras me dejaba llevar por la desesperanza.

Sentí las tibias manos de mi esposa sobre las· mías. Las palabras del pastor fueron impactando en mí. Poco a poco fui aliviándome al saberme parte de un cuerpo y al sentir la sensación de no estar abandonado. Nos arrodillamos a orar.

Le ofrecí al pastor que se quedase esa noche en mi casa, pero no quiso, para no preocupar a su esposa y se fue. Nos quedamos un momento apoyados en el dintel. Mi esposa me preguntó:

―¿Cómo te sientes?

―Bien ―le respondí― siento una gran tranquilidad, algo así como haber sido sacado de un pozo muy profundo. Ella sonrió, mientras ese anciano hacia quien sentía gratitud, admiración y respeto se alejaba, pensaba: “Ese hombre es mi pastor”.



© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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