Antes que sea demasiado tarde

Recuerdo perfectamente que era un día de agosto cuando Erwin se acercó y me invitó a caminar. Me sorprendió, pero aunque no éramos amigos tampoco éramos desconocidos. 

Nuestras relaciones interpersonales se mantenían en un clima de simpatía y cordialidad, pero no nos habíamos dado el trabajo de conversar. 

Caminamos, y pronto comenzó a hablar. Me di cuenta de que escogía cuidadosamente las palabras. Me dijo algo que en ese instante fue muy importante para mí y que permanece en mi memoria como una de mis buenas experiencias. 

Me contó cómo se había formado una mala imagen de mí, luego de haber aceptado lo que otra persona había comentado. (En ese momento yo era ayudante del preceptor del internado; un trabajo que no suele ser muy popular, aunque al cabo del tiempo trae ricas satisfacciones). Finalmente, Erwin había decidido decirme algo que nos ayudara a mejorar nuestra relación: 

―Miguel, no somos amigos ―comenzó―, pero desde hace un tiempo te he observado y he llegado a la conclusión de que eres una buena persona. No eres perfecto, pero yo tampoco lo soy. Sin embargo tienes buenas cualidades que creo que son dignas de imitar. 

Al principio, lo tomé como una broma. Luego, me di cuenta de que hablaba en serio. 

Continuó diciéndome lo que a su juicio consideraba como buenas cualidades en mí. En algún momento quise detenerlo, aunque admito que me sentía halagado. 

Tal vez él ni siquiera lo haya sospechado, pero sus palabras sirvieron de estímulo a mi vida en ese instante. Sus elogios me mantuvieron motivado durante mucho tiempo. 

Cuando intento racionalizar este incidente, el “místico” en mí me dice que no debo aceptar elogios y que no debo sentirme bien por ello. No obstante, a medida que leo, estudio, indago y comparto mis impresiones con más personas, cada vez compruebo la importancia de hacer sentir bien a los demás, con palabras y con hechos. Una forma útil es decir lo positivo que pensamos de ellos. 

A veces solemos pecar de franqueza, confundiendo la falta de tino con la honestidad. Expresamos todo lo que tenemos dentro hacia una persona, generalmente cuando estamos enfadados con ella. Por eso, no es raro que en ese instante digamos cosas que no diríamos en otra oportunidad… 

Las críticas y la consideración de los aspectos negativos de alguien suelen ser actitudes recurrentes del ser humano y que algunas personas han cultivado hasta el cansancio. No obstante, cultivar el hábito de admirar lo positivo que otro tiene es una costumbre relativamente escasa, pero suele ser un ejercicio de retroalimentación que deja ganancias tanto a quien emite el elogio como a quien lo recibe. 

En este punto es necesario decir que existe una diferencia muy sutil entre el elogio honesto y desinteresado, y la adulación. No sé mediante qué mecanismo mental se transmite, pero cuando recibimos una adulación no podemos dejar de sentirnos incómodos. Por el contrario el elogio sincero provoca alegría y una sensación grata. 

Sólo el amor despierta amor. Sólo el elogio sincero despierta en otros, como efecto natural, una actitud elogiosa hacia nosotros. Aún más, sólo los pensamientos positivos hacen que otros nos devuelvan, a su vez, un cúmulo de pensamientos positivos, que se proyectarán en nosotros con naturalidad. 

Norman Vicent Peale escribió: 
El cristianismo enseña que hay un único rasgo fundamental para que la gente lo quiera a uno, es el amor y el interés directo y sincero hacia los demás.[1]
¡Cuánta razón tenía! 

―Me gusta como hablas ―le dije a un amigo cierto día― tu voz es agradable. 

Su rostro se iluminó, sonrió, y comenzó a contarme su gran sueño: Convertirse en locutor. También me dijo que nunca antes se lo había contado a alguien. Me sentí muy bien. Conocí mejor a otra persona. El experimentó buenas sensaciones. Como corolario, se creó entre nosotros un nexo de amistad más profunda. Para amar hay que conocer y para conocer hay que comunicar. 

La mejor secretaria que he tratado no fue precisamente secretaria sino una profesora de francés. Su mejor cualidad: sonreír y decir cosas positivas. A menudo he sostenido que su presencia cambiaba los ambientes en donde trabajaba. Lo positivo es contagioso. La alegría sana se expande rápidamente. 

Creo en la necesidad de aprender a elogiar, a decir con honestidad a otros lo que pensamos de ellos. 
Practicad el hábito de hablar bien de los demás. Pensad en las buenas cualidades de aquellos a quienes tratáis, fijaos lo menos posible en sus faltas y errores.[2] 
El momento es ahora. Nunca sabremos exactamente el efecto de nuestras palabras sobre la vida de otra persona. Nunca comprenderemos totalmente el significado que puede tener en ella un sencillo: “¡Bien! Me gusta lo que haces; creo que es muy bueno, ¡adelante!, estoy contigo”. 

Todos necesitamos en algún momento el reconocimiento, el aliento y la palabra afectuosa de otra persona. 

Los profesionales del deporte lo han entendido así desde hace mucho tiempo. Es por eso que se gastan enormes cantidades de dinero en implementar grupos de apoyo ―las llamadas “barras”―, cuyos gritos y vivas hacen más por el deportista que, muchos de los consejos recibidos de los directores técnicos. 

Conocí a un hombre en el norte de Chile que cultivaba mangos. Tenía fama de ser uno de los proveedores de la mejor fruta de la región. Un día le preguntaron cuál era su secreto y dijo algo que en ese instante pareció ridículo: 

―Le hablo con cariño a las plantas y limpio con cuidado sus hojas, como si fueran seres humanos. 

He leído más de un estudio que muestra evidencias para sostener que las plantas crecen mejor en un ambiente donde se les habla favorablemente y se les prodiga cariño. 

Sin intentar cuestionar o avalar dichos resultados, sólo me pregunto: Si así ocurre con las plantas, ¡cuánto más con los seres humanos! 
Demasiadas veces olvidamos que nuestros compañeros de trabajo [la familia, los amigos, incluso desconocidos], necesitan fuerza y estimulo, no dejemos de reiterarles el interés y la simpatía que por ellos sentimos.[3] 
Una de las tantas razones por las que me desagradan los funerales es porque son ocasiones en las que se escuchan melosos panegíricos y alabanzas extraordinarias. Me molestan porque precisamente el homenajeado está muerto y ya no está para escuchar los elogios y palabras de gratitud. ¿Se han dado cuenta que no hay muertos malos? Todos son extraordinarios, si algunos de ellos hubieran escuchado las palabras que se dicen de ellos en los funerales, tal vez, distinta habría sido su vida. 

No esperemos a que nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares, conocidos o nuestros semejantes hayan fallecido para decirles cuánto apreciamos su compañía. 

Simplemente, digámoslo antes que sea demasiado tarde. 

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

[1] Norman Vincent Peale, El poder del pensamiento tenaz (Barcelona: Grijalbo, 1980), 249.
[2] Elena de White, Ministerio de curación (Buenos Aires: ACES, 1977), 392.
[3] Ibid., 393.

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