Bajo el espectro del miedo

Hace unos días, mientras leía el libro Mayada: Hija de Irak (Barcelona: Mondadori, 2004), escrito por Jean Sasson y que da cuenta de los horrores del gobierno de Saddam Hussein en su país, recordé de pronto un incidente que había enterrado en la memoria y que no había aflorado por años.



Cuando era adolescente, sin dinero, sin padre, sin nada más que mis sueños a cuestas, solía viajar entre Iquique y el sur de Chile, donde estaba el colegio donde estudiaba, pidiendo a los choferes que me llevaran, haciendo “dedo”, como se decía en esa época. El viaje de poco más de 2500 km. solía durar entre tres y cinco días, dependiendo de cómo me fuera en la ruta. Cuando había camioneros que se apiadaban y optaban por llevarme, si tenía suerte, podía hacer el viaje de un solo envión, de otro modo, me tocaba hacer escalas y estar horas en la carretera. Solía irme a las gasolineras y esperar que un camión se estacionara y allí hablaba personalmente con los choferes, a menudo me iba bien y podía embarcarme con mi mochila a cuestas.

Venía viajando de regreso a mi ciudad de origen, Iquique. Sin embargo, el camión que tomé iba hasta Arica, eso significaba quedarse en un pueblo dibujado en pleno desierto llamado Pozo Almonte y esperar que otro vehículo me llevara el tramo que me faltaba. Así que me resigné a llegar hasta allí, por alguna razón el camión se retrasó en la ruta y cuando llegué a Pozo Almonte eran las dos de la mañana. Hacía frío, como suele ocurrir en el desierto. Todo estaba apagado. Ninguna casa tenía las luces prendidas. Ninguna gasolinera estaba abierta. Era la época de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet. Sabía que corría peligro, había toque de queda, si alguna patrulla militar me sorprendía en la calle a esa hora, probablemente podría pasar un mal rato. Así que se me ocurrió ir directamente a la policía. Había estado otras veces en el pueblo, así que me fui caminando las pocas cuadras que me quedaban y golpee a la puerta. Salió un policía un tanto somnoliento. Traía cara de pocos amigos y una pistola en la mano. Me gritó a una distancia de unos dos metros:

―¿Qué quieres a esta hora? ¡No sabes que hay toque de queda!

Le conté en pocas palabras la situación y le pedí que me permitiera entrar a la comisaría, para pasar el resto de la noche, así me evitaría problemas por andar en la calle.

El me miró de una manera socarrona y me dijo:

―Aquí sólo se entra detenido, si quieres te detengo, de otra manera no pasas.

Luego con una sarta de improperios me conminó a irme y me dijo al pasar:

―Sería interesante que la patrulla te detuviera, así aprenderías algo.

Luego se entró y me sentí totalmente desamparado. Comencé a caminar con cuidado. Tenía miedo de que aparecieran los militares. Nadie me abriría la puerta de ninguna casa, no podía quedarme en la carretera, no tenía dónde ir. Me interné unos cuatrocientos metros en el desierto. El frío calaba los huesos. Había escuchado de historias de gente que se había muerto en el desierto por el frío. Sin embargo, conocía un recurso de los mineros que alguna vez había escuchado. La arena del desierto, pese al frío, conserva calor del día, así que hice un hoyo con mis manos, la arena se sentía tibia, y luego me cubrí con ella lo más que pude. Usé la mochila como almohada, me puse un gorro de lana y me tapé hasta los ojos con mi chaqueta y me quedé inmóvil mirando el cielo estrellado. El cielo se veía hermoso, había un silencio sepulcral, no corría ninguna brisa, podía sentir el silencio profundo y la oscuridad total. Me quedé profundamente dormido, estaba cansado y con hambre, pero la arena me dio abrigo. Habré dormido unas tres o cuatro horas y de pronto desperté sobresaltado al escuchar ráfagas de ametralladora. Mi corazón dio un vuelco. Escruté en la penumbra y no observé nada. Ya estaba amaneciendo. A la distancia se veían las casas de Pozo Almonte. No me puse de pie porque tenía miedo, así que me dediqué a mirar cuando de pronto volví a sentir las ametralladoras y su traqueteo característico. 
Me quedé inmóvil por una hora, sin atreverme a pararme, mirando hacia el lugar desde donde habían venido los sonidos. Cuando al fin me dispuse a partir, me limpié el polvo que tenía en la ropa, y me acerqué al pueblo, me dirigí a un lugar que ya estaba abierto, compré pan y un café y me dispuse a caminar hasta la gasolinera para esperar a un camión para que me llevara a Iquique. En ese momento escuché a una mujer que preguntaba: 

―¿Qué pasó? ¿Mataron a alguien?

―Seguramente a alguno que andaba haciendo dedo. ¿Cómo se les ocurre arriesgarse así cuando andan los militares? ―dijo otra persona moviendo la cabeza con reprobación.

Los que escuchaban se quedaron en silencio. Nadie dijo nada. Nadie sabía nada además, sólo eran conjeturas, pero a esas alturas, todos sabían que podía ser cierto.

Se me apretó el estómago. No pude seguir comiendo. Cuando al fin un camión accedió a llevarme los poco más de 30 kilómetros que me faltaban iba con bronca, con un sentimiento de pavor, confundido y con la sensación de estar viviendo una vida prestada. Nadie a los 17 años debería sentir eso... nadie debería sentirse así a ninguna edad.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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