Pasaporte hacia mi mente

He pasado una y otra vez por diferentes fronteras, más de las que puedo recordar. He renovado pasaporte ya en unas seis ocasiones, los dos que poseo, el de Chile y el de Argentina. Cada vez que marcan con un sello esas páginas siento una alegría y también una sensación de nostalgia. Alegría porque pasé migraciones, no suelen ser muy simpáticos los que están controlando el ingreso de personas y su trabajo es desconfiar de todo aquel que ven, así que traspasar sus rostros y entrar al país es en suma, un triunfo. Sin embargo, también me da nostalgia, sentir que los humanos hemos puesto fronteras, que nos escondemos detrás de paredes que nos separan, que un sello puede ser toda la diferencia entre una vida y otra para una persona.

La última vez que entré a EE.UU., el oficial que me atendió me sonrió, fue amable (si a su cara inexpresiva puede llamársele amabilidad), luego, puso mi pasaporte en una funda que tenía una orilla roja y llamó a un oficial y me pidió que lo siguiera. Llegué a una oficina pulcra, pero fría, no porque fuera invierno, sino porque se helaba el alma al ver la inexpresividad de los funcionarios que allí laboraban. Me hicieron esperar, una hora, estaba nervioso porque tenía una combinación e iba a perder mi vuelo. En algún momento me paré para preguntar si ellos sabían que tenía otro vuelo, con su rostro de madera me dijeron que si, que no me preocupara, pero que no me moviera de allí. No decían nada. Llegaban otras personas, con sus pasaportes en sobres igual al mío y otros con una marca amarilla. De pronto entró un oficial, me llamó por mi nombre, era un moreno que a mí me pareció de dos metros, seguramente era más pequeño, pero en esas circunstancias me parecía inmenso. Me comenzó a interrogar: ¿Dónde nació? ¿Cuál es el nombre de su padre y de su madre? ¿Cuál es el nombre de alguno de sus hermanos? Luego, sin decir nada, se marchó. Media hora después volvió el mismo hombre, me sonrió (fue la primera sonrisa de esa mañana), y me dijo que me podía ir.

―¿Qué pasaba? ―le pregunté inquieto.

―Nada ―me dijo, inexpresivo― sólo alcance de nombre.

Mi esposa se ríe de mi diciendo que por allí debe andar un homónimo terrorista o narcotraficante con un pasaporte con mi foto.

En Panamá vi en la aduana a una mujer llorando e implorando que la dejaran entrar, y el oficial de migraciones la miraba inexpresivo (¿irán a la misma escuela para aprender a mirar así?). El hombre le indicó que no y otro la empujó para llevarla a una sala donde probablemente la embarcarían de vuelta al lugar de donde había venido.

En otra ocasión, pasando desde Bolivia a Perú, por un paso terrestre, vi a funcionarios tratando a todo aquel que entraba de una manera tan poco cordial que quise reclamar. La persona que iba a mi lado me apretó el brazo y me indicó que me callara, que si no podría tener problemas. ¿Por qué? ¿Por oponerme al abuso? Mi compañero simplemente me dijo:

―Con los de migraciones no se discute.

Ayer mi hijo me preguntó por qué razón la gente de las aduanas y migraciones son tan poco amables. Mi respuesta fue:

―Es su trabajo. La amabilidad puede resultar sospechosa, y su trabajo es sospechar de otros, no que sospechen de ellos.

Luego se me ocurrió que muchas personas viven encerrados en sus mentes, y allí sentí un golpe en el alma, porque pensé que en el último tiempo he puesto barreras, he creado fronteras y me he ido quedando dentro de vallas de alambradas de puas.

El efecto de la desilusión 

Cuando alguien vive alguna desilusión, una de las tendencias es a perder la confianza. En el último tiempo, creo que he perdido más que la ilusión, he ido perdiendo la confianza, y eso es una gran pérdida.
No quiero que la gente use pasaporte para llegar a mi mente o a mi corazón. No quiero armar fronteras para mis sentimientos. Vivir encerrado por sospechar de todos, no es una buena forma de vivir y no quiero eso, me rebelo al pensar que los que actúan mal provoquen en mi esa sensación.

Hoy en la mañana leía una página del libro Razones para la esperanza, de José Luis Martín Descalzo, un sacerdote español que me ha seducido hace mucho tiempo con sus libros tan cargados de sencillez y a la vez de profundidad, cosa no fácil en estos tiempos anegados por la farandulización de la vida, eso incluye iglesias, estados, familias, individuos, etc., convertidos en espectadores de shows mediáticos donde lo efímero es más importante que lo eterno y trascedente, la locura vista como vida. En una de sus páginas encontré esa idea de poner pasaportes a la mente. ¡Qué extraordinario como una frase provoca tanta cantidad de pensamientos en alguien!

Los que actúan mal, tienen la habilidad de quitarnos algo más valioso que la vida misma, la certeza de la verdad, la confianza en el ser humano, la convicción de que no podemos vivir solos, que necesitamos a los demás, y los demás nos necesitan a nosotros.

El infierno son los demás 

Ayer recordé esa frase escrita por el filósofo francés Jean Paul Sartre: “El infierno son los demás”. Me niego a creer que Sartre tenga razón. Es verdad que la conducta de otras personas puede hacernos la vida muy difícil, pero permitir que nos amarguen, nos desilusionen, nos arrastren por el camino del sarcasmo, la ironía maliciosa o la maldad, es simplemente permitir que su infierno nos queme.

Nadie puede provocar que nos convirtamos en viles y pongamos barreras en nuestra mente y sospechemos de todo el mundo, a menos, que lo permitamos, esa es una decisión única de nosotros y de nadie más.

Mi decisión 

He decidido que la amargura de otros no me amargue, que la desilusión de otros no me convierta en un enclaustrado en mi propia mente.

No deseo que la ambición de poder de algunos que conozco me convierta en un individuo que sospecha de su sombra.

No quiero que el día de mañana sienta que he perdido puestas de sol, caminatas a la luz de la luna o hundir los pies en la arena, sólo por estar atado a la auto conmiseración y el dolor de las heridas provocadas por otros.

He decidido creer que el que me hiere lo hace porque está ciego, porque está tan hundido en su propia miasma que no es capaz de entregar otra cosa, en ese caso, no es digno de mi rabia, sino de mi compasión.

No quiero que la gente tenga que usar pasaporte para llegar a mis sentimientos, ni tener que poner la cara que ponen los funcionarios de migración donde cada persona que pide la entrada es un sospechoso. Vivir así simplemente no es vida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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