Carta abierta a mi conciencia

Tú y yo hemos discutido tantas veces que a veces no me quedan argumentos. ¡Qué está bien! ¡Qué no está bien! A veces quisiera silenciarte, decirte ¡Basta! ¡No sigas! ¡No quiero escucharte! ¡Prefiero tu silencio a tu locuacidad! Tus argumentos me cansan, me hostigan, quisiera tener la libertad de mandarte al diablo, de no tener que ver nada más contigo.

Pero no puedo, me sigues sin que pueda evitarlo. Me hablas cuando no quiero y me aconsejas cuando preferiría tenerte en el desván de los recuerdos, al fondo, allá donde nadie pueda acordarse de buscarte.

Tú y yo a veces nos entendemos, especialmente cuando se trata de juzgar a otros, de dar opinión sobre lo que está bien y mal en lo que mis vecinos y amigos hacen. ¡Qué bien me siento cuando coincido contigo! ¡Esa vez que juzgué a Juan, que le calcé exactamente, que me dijiste con claridad que lo que él había hecho no estaba bien! Uff, me sentí en la gloria. Mientras sea con los demás, no me meto contigo, estamos bien, coincidimos, nos llevamos como amigos. Pero, ¿por qué tienes que contradecirme a mí? ¡Estoy tan bien cuando voy haciendo lo que quiero sin que tengas que regañarme? ¿Sin esa voz que me dice: “Miguel, por ahí no”? ¡Ayyyy!

Cuando tienes la ocurrencia de discutir conmigo, de mostrarme otros senderos, las consecuencias de otras acciones, me molesta mucho. Me dan ganas de que no existas.

Puedo reconocer que en algunos momentos has sido útil, poco, pero me han ayudado a no meterme en problemas mayores, como si de pronto me hubieses tirado un salvavidas. Pero, la mayoría de las veces, ¿por qué tienes que estar? ¿Por qué simplemente no te callas?

Alguna vez he insinuado a otros lo que quisiera hacer contigo. Un santulón me habló grandilocuente que él te tenía en alta estima, porque no era posible vivir sin ti… Me quedé mirando su cara, no supe si reírme o llorar, ¿qué se cree? ¿Nunca pensó en contradecir a su conciencia? No le creí. Los mentirosos generalmente parecen santos.

En otra ocasión me topé con un sinvergüenza, él me dijo que escuchaba a la conciencia, le asentía, sonreía, y luego seguía su camino como si nada. Como ya la había escuchado, se sentía libre para hacer lo que quisiera, era como apretar el botón de una radio, lo apagaba y listo. ¿Cómo lo hace? No estoy seguro que diga la verdad.

Me encontré con un escéptico que no creía en tu existencia. Simplemente él opinaba que todas las normas y reglas que nuestros padres nos metieron en la cabeza, en algún momento hacían eco en la mente, pero él, simplemente sopesaba racionalmente todo, a veces encontraba razones lógicas y seguía lo que le dictaba la razón, y otras veces, aunque encontraba razonable lo que analizaba, decidía ir en contra, y dejarse guiar por la intuición. Al final, no supe qué contestarle. A veces si, a veces no. Es peor que ese del botón de la radio.

¿Qué hago? ¿Cómo vivo contigo cuando a veces no quisiera que existieras?

No creo que exista ser humano que no se haya planteado el dilema. Vivir de acuerdo a la conciencia o acallarla y simplemente seguir adelante. No creo que el asunto sea tan simple. No espero que me entiendas, por último, eres mi conciencia. Pero al menos, dame algo de tregua. Deja que examine primero, no estés allí encima de mí con tus palabras que de a ratos me dejan sin aliento. ¡Quiero aire!

No sé si me entenderás. Pero, conciencia mía, sé que no dejarás de estar, que me estarás acicateando permanentemente, mientras vida. Pero al menos, tenía que decirte algo. La lucha que tengo, que no creo que sea distinta a la que tienen todos, pero no se atreven a expresarlo.

Gracias por leer mi carta, espero que no me estés argumentando por haberte escrito, al menos, dame el privilegio de la duda, y permite que analice la pertinencia de tu existencia. Al menos, concédeme eso.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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