La religión y su función

Alguna vez Karl Paul Reinhold Niebuhr (1892-1971), el famoso teólogo norteamericano, profesor del Union Theological Seminary de Nueva York escribió:
La razón de ser de la religión es consolar a los afligidos y afligir a los cómodos.
Así de simple y sencilla, pero me parece pertinente reflexionar sobre esta frase y sus implicaciones.


La religión como liturgia

Muchas personas viven la religión como mera liturgia, un formalismo que le da sentido a su visión religiosa. Se conforman con participar en un culto religioso e “ir a la iglesia” (sin entender que nadie va a la iglesia verdaderamente, puesto que el concepto iglesia tiene que ver con una asamblea, no que se reúne sino que existe en torno a creencias comunes).

Representan a las beatas y beatos que están contentos por el hecho de participar de una reunión religiosa, no importa si lo que se dice está equivocado (no se dan tiempo para analizarlo); no interesa si no entienden (es la emoción lo que les atrae); no les preocupa si los líderes de dicho movimiento son coherentes o no (viven enfrascados en sí mismos y en justificar sus propios yerros).

La religión formal, convertida en el fin de la espiritualidad, es una lacra para el verdadero sentido de la religión, simplemente se convierte en una fuente de discusiones eternas, sin valor en sí mismas, y en la mayoría de los casos, basada en presunciones infundadas, orgullos tradicionales, o dogmas sin valor en sí mismos. Peroratas acerca de la música, de la ropa, de la posición corporal al adorar, de la manera de comportarse, etc., ocupan todo el tiempo de quienes conciben la religión como un acto litúrgico sin vinculación efectiva con la vida cotidiana.

Quienes viven la religión como un acto litúrgico, simplemente no logran ver la relación que ésta tiene que ver con el día a día, con el dolor, la alegría y la cotidianeidad. Para ellos no hay otro norte que la próxima “reunión” con su pléyade de sin sentidos acumulados en liturgias llenas de formas, pero vacías de contenido.

La religión como negocio

Parece absurdo, pero la religión es una de las fuentes más importantes que existe de recursos. En la desesperación o la búsqueda de esperanza, las personas están dispuestas a dar lo que sea, con tal de tener algo de paz y esperanza. Muchos lo saben, por eso ya en sus tiempos Pablo advertía sobre aquellos “que piensan que la religión es un medio de obtener ganancias” (1 Tim. 6:5).

Hay formas muy sutiles de convertir a la religión en un negocio. Cuando interesan más las ganancias que las personas, entonces, se está ante la presencia de alguien que no está ocupado en la eternidad sino en lo temporal. Muchos se enriquecen a partir de la fe de los creyentes, y a eso, que Pablo llama “mente depravada” (1 Tim. 6:5), ellos le llaman piedad, religión o religiosidad popular.

La religión como estilo de vida

Otra forma de enfocar la religión es pensar que no es liturgia, sino una forma de vida que sirve para actuar en el mundo. Es la religión de la que habla Santiago cuando señala: “La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Stg. 1:27).

En el momento en que Santiago escribe, evidentemente la religión está corrompida, finge atender intereses eternos, pero quienes ostentan la investidura religiosa sólo se ocupan de lo temporal. Por esa razón, Santiago expresa el concepto que la verdadera religión se vive en actos, no liturgias. En acciones concretas que se expresan en una actitud positiva y empática con quienes sufren.

Es interesante que en la parábola del buen samaritano, cargada de símbolos e ironías, los que pasan de largo, dejando al herido tirado a la orilla del camino son la gente religiosa, el levita y el sacerdote… que tenían que hacer algo, supuestamente, más importante que atender al herido.

Una verdadera religión consuela al afligido, da pan al hambriento, cubre al desnudo, visita al encarcelado, se pone de parte de la justicia, no tolera ninguna forma de discriminación, no acepta el viejo y manido argumento de que la “iglesia” tiene propósitos eternos mientras descuida al sufriente.

Una vez, un personaje sacado de alguna novela de Dostoievsky, macabro y con poder, se me acercó y me dijo prepotente:

―No sé por qué te ocupas tanto con la violencia doméstica, esa no es tarea de la iglesia.

Sintiendo que las palpitaciones me aumentaban y que me hervían las ganas de ponerlo en su lugar, le pregunté:

―¿Cuál es la tarea de la iglesia entonces?

Me miró con desprecio y me dijo:

―Pues, deberías saberlo, predicar el evangelio, ¿qué más?

―¿Qué es predicar el evangelio? ―le dije sintiendo que estaba participando en una conversación inútil, porque no se puede cambiar la mente de quien no quiere cambiar.

Nuevamente me miró con una cara de desprecio digna del mejor inquisidor y me espetó bruscamente:

―Anunciar la segunda venida y enseñarles que deben aceptar el mensaje.

―En otras palabras, no detenerse a curar sus heridas, sino hablarles de una esperanza que no pueden entender porque están hundidos en la desesperanza. ¿Dónde quedó la parábola del buen samaritano? ¿Dónde quedó el detenernos para ayudar al que está herido?

No me dijo nada, se fue rumiendo su formalismo y yo me quedé en silencio pensando en el daño que hace el entender la religión sólo como un cúmulo de doctrinas, sin vinculación real con la vida cotidiana. ¿De qué sirve hablar del “tiempo de angustia”, sino ayudamos con la angustia que experimenta alguien en el presente?

Cuenta la historia que un general griego ingresó a Atenas victorioso después de haber ganado una batalla muy importante contra los persas. Los ciudadanos lo recibieron de manera estruendosa, se acercaron los principales de la ciudad y le dieron la bienvenida a él y a su ejército. Sin embargo, al otro día el senado lo condenó a muerte. Cuando él pidió explicación le contestaron:

―Ganaste una victoria, pero no te detuviste a ayudar a ningún herido.

¿Cuántos tendrán la misma respuesta cuando venga Jesucristo?

―Te vi cantando en la iglesia himnos que yo nunca he necesitado, pero nunca fuiste a la casa de la viuda de la esquina a cantarle esperanza. Te vi con tu ropa engalanada en la iglesia, ropa que yo nunca necesité, pero no fuiste capaz de sacarte esas ropas para dárselas al que estaba desnudo. Te observé orgulloso discutiendo tus puntos de vista, cómodo entre tus cuatro paredes, mientras afuera había alguien muriendo por falta de esperanza. Fuiste a la iglesia, pero nunca caminaste a la casa del enfermo. Caminaste largas horas para fustigar al que utilizaba una música diferente a la tuya, pero no te diste el trabajo de visitar al sufriente que estaba a tu lado.

Es otra manera de leer Mateo 25: 35-36. A Dios no le interesa nuestra liturgia, eso fue un invento de Constantino y la pléyade de seguidores que hicieron de pompa y circunstancia el centro de la religión, porque les resultaba más cómodo pensar en la liturgia que en la religión en acción. Jesús lo dijo de otra forma: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 12:7).

Si dejáramos de discutir, esas discusiones bizantinas que nos lleva la vida, y nos ocupáramos de atender a quienes lo necesitan, entonces, si la religión tendría sentido para muchos que hoy sólo ven a un grupo de cristianos, encerrados en cuatro paredes, cómodos en su pretensión de salvación, y en su afán de distanciarse de los otros, olvidando que la comisión de Jesús fue: “Vayan” (Mt. 28:19), pero nosotros en nuestra comodidad la hemos cambiado por un “vengan”, si quieren escuchar, acérquense… hemos invertido todo, no es extraño que el cristianismo tenga cada vez menos impacto en las personas, especialmente en las generaciones jóvenes.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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