Ser padre en un mundo de madres

El día que supe que Mery estaba embarazada me quedé pasmado, no porque no lo hubiéramos planeado, ni porque no lo quisiera, sino porque tomé plena conciencia de lo que significaba, la responsabilidad que conllevaba y todo lo que implicaba ser padre. El día en que Mery Alin nació fue más especial aún, no sólo porque ese día vi por fin su rostro, sino porque tomé conciencia de la fragilidad de la vida de una manera arrolladora, el mismo sentimiento que se repitió cuando nació Alexis Joel.

Era capellán del Colegio Adventista de Las Condes, en Santiago, Chile. Los colegas me habían bromeado de varias formas en los días anteriores, así que cada vez que me decían, “Miguel tienes que irte al hospital tu esposa va a dar a luz”, ahora respondía con escepticismo creyendo que era una más de las bromas que me habían hecho. Estaba enseñando una clase y llegó Matilde, la inolvidable secretaria que teníamos y me dijo:

―Miguel Ángel vete al hospital, ¡tu esposa llamó!, ya está en pabellón para dar a luz.

Le sonreí, le di las gracias, y cerré la puerta del aula, y seguí haciendo clases. Estaba decidido que esta vez no me iban a sorprender en una broma.

Luego vino otro profesor, un tanto molesto y me dijo:

―¡Tienes que irte! ¿Qué haces aquí? ¡Deja la clase!

También le sonreí, le dije que esperaría al recreo y seguí, pero al minuto siguiente vino Marcelo Carvajal, el director y con una cara muy seria me dijo:

―Miguel, no estamos bromeando, tu esposa está en el hospital.

En ese momento tomé conciencia del asunto. Se me aceleró el corazón. Mis alumnos del último año de secundaria comenzaron a gritar y a decirme que me apurara. Bajé las escaleras dispuesto a correr a la calle y encontrar el primer taxi que encontrara, cuando en ese momento el orientador del colegio, con el cual compartíamos oficina, Jorge Larrondo me dijo amable:

―Yo te llevo, ¡vamos!

Me subí a su auto, una antigua Renault 4, la famosa “renoleta” como se la conocía en Chile. Teníamos que atravesar una buena parte de Santiago. Nunca sentí un vehículo que avanzara tan lento. Cuando al fin llegamos al Hospital Paula Jara Quemada, donde nuestro médico era el jefe de obstetricia, Jorge me dejó y se fue a sus responsabilidades, Mery ya estaba en el pabellón, había ido a un control normal, y cuando llegó iba con trabajo de parto y no se había dado cuenta.

Me quedé en la sala de espera de la maternidad. El médico me había invitado a estar en el parto, pero desistí, le conté que tenía muy poca resistencia al dolor ajeno y que temía que me tuvieran que sacar en camilla, prefería esperar allí. La sala estaba vacía, y así se mantuvo por horas. Pero pronto noté que algo extraño sucedía. Entraba y salía gente, vino un médico corriendo. Me acerqué a la persona que atendía la ventanilla y me dijo con cara de circunstancia que me tranquilizara, que si algo pasaba me lo dirían. Cuatro horas después, sin que nadie me hubiera dicho nada, salió el médico que la estaba atendiendo, habíamos hablado muchas veces, pensé que lo vería sonriente pero noté enseguida que venía preocupado y traía unos papeles en la mano. Lo primero que me dijo sin anestesia:

―Su hija nació hace varias horas ―En ese momento me enteré que era padre de una niña.

El problema es su esposa. Hemos descubierto que tiene un problema. Se da una en un millón (me saqué la lotería pensé suspirando). Al ver mi cara de espanto me dijo:

―Tiene inercia uterina. ―Al ver mi expresión de signo de interrogación me explicó que lo normal es que cuando se produce el alumbramiento, el útero se contraiga, sin embargo, eso no había ocurrido. Eso provocaba desangramiento y mi esposa corría el riesgo de morir desangrada― Ya le hemos hecho tres transfusiones y no es suficiente. Si no resulta tendremos que extirparle el útero, por eso necesito que firme la autorización.

Medio temblando tomé el papel y se lo entregué. Me quedé solo, sin tener a quién llamar. Fueron cinco horas más, esperando, preguntando, orando, cuando al fin me dijeron que el peligro había pasado, ya estaba oscureciendo. Había llegado en la mañana y me quedé todo el día con el corazón en la mano.

Sólo pude verlas al otro día. Cuando tuve a Mery Alin en los brazos me daba miedo quebrarla. Se veía tan pequeña. La besé en la frente y me quedé con una sensación encontrada, estaba feliz por su nacimiento y preocupado por su madre que había padecido tanto el día anterior.

Casi seis años después decidimos tener a Alexis. El parto estaba programado. Todo fue distinto. El médico estaba advertido desde un comienzo. Mi esposa pasó la mayor parte del embarazo con cuidados extremos, la mayor parte del tiempo en cama. El parto sería por cesárea, la forma conocida de evitar la inercia uterina. Pero, ese día tampoco fue normal.

Cuando nació nuestra hija abandoné el ministerio con el fin de prepararme mejor y me fui a estudiar a la Universidad de Concepción. El día en que se programó el nacimiento de mi hijo, fue el día en que la Universidad decidió que debía defender mi tesis de Licenciatura en Filosofía. No había forma de cambiar una comisión de tesis. Conocía lo estricto que eran en la facultad, así que no hice ni el intento de cambiar la fecha. Llevé a mi esposa a la Clínica Alemana de Concepción, y luego de dejarla internada, me fui a la universidad. Pero, cuando llegué me encontré a boca de jarro con el profesor que era consejero de mi tesis, el Dr. Patricio Oyaneder, que me quedó mirando pasmado y se sacó su infaltable pipa de la boca y me dijo:

―¿Usted qué hace aquí? ¿No debería estar con su esposa?

Me quedé mudo, quise titubear algo y el sonriendo me dijo:

―Su compañero Sergio Avendaño vino a hablar y a pedir que cambiáramos la fecha, nos explicó que hoy día su esposa daría a luz. Así que aunque no fue fácil cambiamos la fecha. Vuelva en un mes a la defensa. ―Y sonriente me despidió deseándome suerte.

A veces juzgamos mal a las personas. Ese día aprendí una gran lección acerca de personas que de pronto las pintamos como si fueran inalcanzables y nos sorprenden con esos gestos de humanidad.

Cuando llegué a la clínica Mery ya estaba en el pabellón. Me reí, era la segunda vez. El médico también me había invitado a estar presente y amablemente le dije que si le hacían cesárea definitivamente me tendrían que sacar en camilla a mí. Me quedé en la pieza esperando que terminara el alumbramiento.

Una hora después, trajeron a Mery, que venía sedada. Una enfermera amablemente me invitó a conocer a mi hijo, así que partí con ella a la sala de incubadoras. Había dos padres y una pareja de abuelos que miraban embobados a esos niños que parecían iguales, miraba y no veía a ningún niño que se pareciera a mi o a mi esposa. La enfermera me guió y me dejó al lado de la incubadora donde estaba mi bebé plácidamente durmiendo. Me quedé embobado, con la misma cara que tenían los otros padres presentes. Luego me dirigí a la pieza. Una amiga se había quedado cuidando a nuestra hija y ya la había traído. La tomé en brazos y la llevé a conocer a su hermanito y le di el trabajo que cualquier visita que viniera ella sería la que guiaría a las personas para que conocieran a Alexis Joel. Eso le encantó. Desde muy niña había mostrado una personalidad extrovertida, y quería además integrarla a la fiesta.

En la tarde comenzaron a llegar los amigos, compañeros de trabajo y… mirones… que nunca faltan. A todos les había dicho que no se atrevieran a llevar algún regalo al niño si no le llevaban también algo a la niña. No quería que ella se sintiera que era adorno circunstancial. Así que mi hija estaba encantada no sólo de hacer de guía sino porque pronto entendió que llegaban con regalos, pero para ella todos tenían uno. Yo había hecho provisión por si llegaba algún volado sin regalo, así que tenía un par de paquetes de galleta escondidos, que tuve que pasarle a uno que se olvidó para que se lo diera a mi hija.

El último día, de los tres días que estuvo hospitalizada noté que en la sala de incubadoras había una pareja, ella con bata y él esposo a su lado, ambos tomando la pequeña manita de un niño que se veía más pequeño de lo normal. Ambos lloraban en silencio. Pregunté y me contaron que el niño había nacido con una malformación, que había pocas posibilidades de que sobreviviera. Me quedé melancólico y con sentimientos encontrados.

Al siguiente día, mientras me iba a casa con mi esposa y de la mano de mi hija, y teniendo en brazos a Alexis Joel, supe que el niño que había nacido el día anterior había muerto. Imaginé el dolor de aquellos padres. Mirando a mi hijo comprendí cuan frágil es la vida. En dos ocasiones había recibido la misma lección.

Han pasado más de dos décadas desde que nació Mery Alin, ella está casada, vive en España, ya está hablando de ser madre… el ciclo continúa. Alexis Joel vive en Argentina, está por casarse, el ciclo seguirá. Ahora se han agregado otros dos hijos, Denis esposo de Mery y Katy, novia de Alexis. El ciclo se completa.

Para el día del padre, los cuatro me hablaron. Por email y por Skipe y me hicieron feliz con recordarme y decirme lo que soy para sus vidas.

En general no me gusta el día de los padres. Para el día de las madres se tira la casa por la ventana, pero para celebrar a los padres no es lo mismo. Este escrito es un acto de protesta. Los padres no tenemos dolores de parto, pero sufrimos de la misma manera. No llevamos un hijo en el útero, pero sabemos que cuando nace nuestro/a hijo/a la vida nunca será igual.

Mis hijos me han cambiado. Ellos han sido mi mejor escuela. Me han dado un por qué vivir. Son el horizonte de mi vida. Si los perdiera tendría el resto de mi vida un hueco en mi corazón que no podría cerrar con nada. Si los defraudara, sería muy difícil vivir de la misma manera. Ellos han llenado mi horizonte. Me han dado alegrías que nunca pensé tener. Mery Alin es un tromba que me llena con su energía y creatividad; Alexis Joel con su tranquilidad y ganas de vivir, me muestra el otro lado de la moneda.

Los hijos que llegaron me han enriquecido. Denis con su parsimonia y tranquilidad, Katy con su energía de huracán, ambos han completado el cuadro. 

Denis - Mery Alin - Alexis Joel - Katy
Al verlos a los cuatro no puedo dar más que las gracias a la vida, por darnos tales alegrías. Gracias a Dios por darnos el privilegio de ser formados por los hijos, los grandes maestros de la vida de los padres. Quiero brindar por eso, aunque sea con agua de Jamaica. ¡Salud hijos míos! ¡Gracias por el privilegio de ser su padre!

A todos los padres los animo a brindar con sus hijos, un hijo siempre es un canto a la vida, los propios y los que llegan de la mano de nuestros hijos. No perdamos la oportunidad de abrazarlos y decirles cuán importantes han sido en nuestras vidas. Si no se les dices te habrás perdido un privilegio de oro, una oportunidad de dar gracias por la vida.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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