Aplausos al amanecer
Me crié frente al mar, escuchando el ruido hermoso del bambolear de las olas en su danza infinita.
Muchas veces, antes del amanecer estaba en la playa jugando con las olas y extasiando con el olor y el sonido del oceano.
Hay una imagen de esa época, que cada vez que pienso en ello me llena de una emoción particular. Cuando el sol ya estaba apareciendo detrás de los cerros, comenzaban a llegar mujeres y muchas veces niños que se acercaban a la caleta de pescadores que estaba también en aquel lugar.
Comenzaban a mirar el horizonte con expectación. Poco a poco iban apareciendo los pequeños botes a motor que salían en la noche a buscar peces. Cuando ya estaban seguros que eran las embarcaciones donde venían esposos, padres, hermanos… muchas de aquellas personas comenzaban a aplaudir, evidentemente con una sensación de alivio.
Los que mirábamos, y que no teníamos ningún familiar en aquellos pequeños barquichuelos a veces también nos uníamos a esa recepción de alegría. Era la expresión de gozo de quienes habían visto partir a los suyos en la oscuridad de la noche, que es la hora en que se pesca, y se habían quedado allí en la playa viéndolos alejarse. Luego ellos volvían con su carga que alimentaría a la familia y todo era jolgorio y gozo.
No he dejado de pensar en eso durante estos días del maremoto en Chile y de aquellos que perdieron todo, especialmente de quienes perdieron el don más preciado, la vida. En algunas caletas de pescadores algunas mujeres y niños no saldrán a aplaudir al amanecer, simplemente se instalará el dolor de la ausencia y el duelo por los que no están.
Alguna vez, en mi niñez, uno de esos pescadores no volvió y participé junto a otros en la ceremonia que se hizo allí, a orillas del mar, donde se tiraban flores a las olas y coronas para que danzaran entre las aguas. Era una forma de recordar y de traer consuelo.
En horas aciagas como éstas, las palabras no están demás, si están bien dichas. Un abrazo, una ayuda desinteresada, una mano extendida, el cariño de la acogida, la escucha empática del dolor ajeno, el poner el hombro para que otro llore, todo es poco, pero a la vez es mucho.
Para quienes somos creyentes, confiamos en que alguna vez todo esto pase, y escuchemos otro aplauso, el de las huestes celestes que con ángeles y serafines aplauden jubilosos a los que vienen llegando después de haber atravesado un océano de problemas y cientos de terremotos de desánimo, conflictos y contradicciones. ¡Qué hermoso será aquel día!
Muchas veces, antes del amanecer estaba en la playa jugando con las olas y extasiando con el olor y el sonido del oceano.
Hay una imagen de esa época, que cada vez que pienso en ello me llena de una emoción particular. Cuando el sol ya estaba apareciendo detrás de los cerros, comenzaban a llegar mujeres y muchas veces niños que se acercaban a la caleta de pescadores que estaba también en aquel lugar.
Comenzaban a mirar el horizonte con expectación. Poco a poco iban apareciendo los pequeños botes a motor que salían en la noche a buscar peces. Cuando ya estaban seguros que eran las embarcaciones donde venían esposos, padres, hermanos… muchas de aquellas personas comenzaban a aplaudir, evidentemente con una sensación de alivio.
Los que mirábamos, y que no teníamos ningún familiar en aquellos pequeños barquichuelos a veces también nos uníamos a esa recepción de alegría. Era la expresión de gozo de quienes habían visto partir a los suyos en la oscuridad de la noche, que es la hora en que se pesca, y se habían quedado allí en la playa viéndolos alejarse. Luego ellos volvían con su carga que alimentaría a la familia y todo era jolgorio y gozo.
No he dejado de pensar en eso durante estos días del maremoto en Chile y de aquellos que perdieron todo, especialmente de quienes perdieron el don más preciado, la vida. En algunas caletas de pescadores algunas mujeres y niños no saldrán a aplaudir al amanecer, simplemente se instalará el dolor de la ausencia y el duelo por los que no están.
Alguna vez, en mi niñez, uno de esos pescadores no volvió y participé junto a otros en la ceremonia que se hizo allí, a orillas del mar, donde se tiraban flores a las olas y coronas para que danzaran entre las aguas. Era una forma de recordar y de traer consuelo.
En horas aciagas como éstas, las palabras no están demás, si están bien dichas. Un abrazo, una ayuda desinteresada, una mano extendida, el cariño de la acogida, la escucha empática del dolor ajeno, el poner el hombro para que otro llore, todo es poco, pero a la vez es mucho.
Para quienes somos creyentes, confiamos en que alguna vez todo esto pase, y escuchemos otro aplauso, el de las huestes celestes que con ángeles y serafines aplauden jubilosos a los que vienen llegando después de haber atravesado un océano de problemas y cientos de terremotos de desánimo, conflictos y contradicciones. ¡Qué hermoso será aquel día!
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