Un funeral extraño
Hace unos días tuve una oportunidad diferente, extraña pero, al igual que la vida, propia de la precariedad de la existencia. Acompañé a una pareja de amigos en el dolor de perder a su mascota, un bello Poddle blanco. Mientras observaba las lágrimas del niño pensé: ¿Cómo se le explica a un niño que su mascota ya no estará con él?
Estuve en el momento en que su padre le comunicó a su hijo que su mascota había muerto. Vi con tristeza como fluían las lágrimas de dolor y asomaban las primeras preguntas que se le vienen a un niño que durante su corta vida ha sido educado en las convicciones cristianas:
―Si me llego a morir, ¿podrían enterrarme junto a mi perrito?
―¿Por qué?
―Para poder resucitar junto a él cuando venga Jesús.
Cuando estábamos haciendo el hoyo para enterrar al animal nuevamente otra pregunta entre lágrimas:
―Podré buscar a mi perrito en el cielo, ¿estará allí verdad?
Luego se puso a llorar. Lo abracé mientras su padre y un primo hacían el hoyo donde se enterraría al animalito. En ese momento pensé en qué se le puede decir a un niño que ha perdido a un ser tan querido como una mascota.
Luego el niño dijo:
―Se me fue mi amigo, ¿ahora con quién voy a jugar?
Parece un infantilismo, pero en ese momento para el niño la mascota lo es todo y no aparece nada más en el horizonte, tratar de explicarle que vendrán otros amigos y que es sólo una mascota, en ese instante es tiempo perdido, nada más cabe en su cabeza que el dolor que siente.
Luego de haber enterrado al animalito, el niño me pidió que orara, así que hice una oración mientras sentía sus gemidos y el sollozar silencioso del padre que intentaba disimular su pena con carraspeos que no podían ocultar el dolor que sentía.
Es probable que algún legalista de los que abundan considerarán impropio una oración y un funeral para un animal, pero, ¿no es acaso la oración un puente de consuelo para los que tienen alguna pérdida? ¿Cuántas veces intentamos acallar el dolor de otros e incluso el nuestro con teorías teológicas carentes de sentido común? ¿No es lícito acaso llevar algo de consuelo a una persona aunque haya perdido a un amigo de cuatro patas y con cola?
La religión no tiene todas las respuestas. Suponerlo es infantil. Intentar explicar todo no sólo es una osadía de magnitud nefasta, sino además, una presunción que lleva pronto a la vanagloria y la vanidad.
No tengo respuesta para un niño que pregunta por su mascota, pero si sé que el Dios que amo no se molesta con nuestras indagaciones, aunque parezcan heréticas e incluso, abiertamente blasfemas. Dios es mucho más inteligente que nuestras preguntas que parecen sin sentido.
Incluso más, en algún momento el niño me dijo enfadado:
―¿Por qué Dios hizo esto?
Intenté explicarle que Dios no tiene nada que ver con la muerte, ni de personas ni de animales, pero, ¿cómo le digo a un niño eso para que lo pueda entender? ¿Cómo le explico algo que tiene tantas connotaciones emocionales que es difícil poder captarlo en toda su dimensión?
Me quedé pensando que a Dios no le molestan nuestros enojos en contra de él. A veces hemos antropomorficado tanto a Dios que lo hemos hecho a la medida nuestra, como diría John Powell en uno de sus libros, “hemos hecho a Dios a nuestra imagen”, parafraseando puede ser que hemos dejado de ser la imagen de Dios para convertirnos en la arrogancia encarnada en nuestras ideas y hecho a Dios a la medida de nuestros conceptos, finitos, limitados, arrogantes, presuntuosos. Dios no se enoja con nuestras preguntas fuera de lugar ni nuestros enojos por lo que no entendemos.
Los vi irse en la tarde. Me quedé mirando la tumba del animal que quedó bajo un árbol y pensé que me gustaría que alguien me tratara con ternura cuando tuviera un dolor, que no me arrojara a la cara esa frase que suena a látigo:
―¡Deja de llorar! ¡Eres cristiano!
Como si llorar estuviera vedado para quienes tienen fe, como si la expresión de emoción fuera un privilegio de los no creyentes.
Le dije al niño antes de irse:
―Llora, llora todo lo que quieras, enójate con Dios si eso te hace bien, pero no dejes de hablar con tus padres lo que sientes.
Nuevamente puedo sentir la mirada reprobadora de algún religioso aferrado a las formas que puede parecerle que mi consejo es inapropiado. Pero, sigo creyendo que la expresión de la emoción es sana y la represión enferma. Lo entendió David, cuando escribe algunos Salmos que a los oídos del legalismo deben sonar a blasfemia. Dios no impide la expresión de emoción, sólo creerlo es monstruoso y una desfiguración de la verdadera esencia de la religión. Dios está con nosotros en medio de la alegría y también el llanto, cuando estamos en paz y cuando apretamos los puños y los alzamos al cielo para preguntar: ¿Por qué?
Seguramente, sintió la misma simpatía que yo he sentido por eso niño que se despidió de su mascota, porque Dios siempre está con el dolor del que sufre, nunca nos abandona, ni aún cuando creemos que está tan lejos que no nos escucha.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.
―Si me llego a morir, ¿podrían enterrarme junto a mi perrito?
―¿Por qué?
―Para poder resucitar junto a él cuando venga Jesús.
Cuando estábamos haciendo el hoyo para enterrar al animal nuevamente otra pregunta entre lágrimas:
―Podré buscar a mi perrito en el cielo, ¿estará allí verdad?
Luego se puso a llorar. Lo abracé mientras su padre y un primo hacían el hoyo donde se enterraría al animalito. En ese momento pensé en qué se le puede decir a un niño que ha perdido a un ser tan querido como una mascota.
Luego el niño dijo:
―Se me fue mi amigo, ¿ahora con quién voy a jugar?
Parece un infantilismo, pero en ese momento para el niño la mascota lo es todo y no aparece nada más en el horizonte, tratar de explicarle que vendrán otros amigos y que es sólo una mascota, en ese instante es tiempo perdido, nada más cabe en su cabeza que el dolor que siente.
Luego de haber enterrado al animalito, el niño me pidió que orara, así que hice una oración mientras sentía sus gemidos y el sollozar silencioso del padre que intentaba disimular su pena con carraspeos que no podían ocultar el dolor que sentía.
Es probable que algún legalista de los que abundan considerarán impropio una oración y un funeral para un animal, pero, ¿no es acaso la oración un puente de consuelo para los que tienen alguna pérdida? ¿Cuántas veces intentamos acallar el dolor de otros e incluso el nuestro con teorías teológicas carentes de sentido común? ¿No es lícito acaso llevar algo de consuelo a una persona aunque haya perdido a un amigo de cuatro patas y con cola?
La religión no tiene todas las respuestas. Suponerlo es infantil. Intentar explicar todo no sólo es una osadía de magnitud nefasta, sino además, una presunción que lleva pronto a la vanagloria y la vanidad.
No tengo respuesta para un niño que pregunta por su mascota, pero si sé que el Dios que amo no se molesta con nuestras indagaciones, aunque parezcan heréticas e incluso, abiertamente blasfemas. Dios es mucho más inteligente que nuestras preguntas que parecen sin sentido.
Incluso más, en algún momento el niño me dijo enfadado:
―¿Por qué Dios hizo esto?
Intenté explicarle que Dios no tiene nada que ver con la muerte, ni de personas ni de animales, pero, ¿cómo le digo a un niño eso para que lo pueda entender? ¿Cómo le explico algo que tiene tantas connotaciones emocionales que es difícil poder captarlo en toda su dimensión?
Me quedé pensando que a Dios no le molestan nuestros enojos en contra de él. A veces hemos antropomorficado tanto a Dios que lo hemos hecho a la medida nuestra, como diría John Powell en uno de sus libros, “hemos hecho a Dios a nuestra imagen”, parafraseando puede ser que hemos dejado de ser la imagen de Dios para convertirnos en la arrogancia encarnada en nuestras ideas y hecho a Dios a la medida de nuestros conceptos, finitos, limitados, arrogantes, presuntuosos. Dios no se enoja con nuestras preguntas fuera de lugar ni nuestros enojos por lo que no entendemos.
Los vi irse en la tarde. Me quedé mirando la tumba del animal que quedó bajo un árbol y pensé que me gustaría que alguien me tratara con ternura cuando tuviera un dolor, que no me arrojara a la cara esa frase que suena a látigo:
―¡Deja de llorar! ¡Eres cristiano!
Como si llorar estuviera vedado para quienes tienen fe, como si la expresión de emoción fuera un privilegio de los no creyentes.
Le dije al niño antes de irse:
―Llora, llora todo lo que quieras, enójate con Dios si eso te hace bien, pero no dejes de hablar con tus padres lo que sientes.
Nuevamente puedo sentir la mirada reprobadora de algún religioso aferrado a las formas que puede parecerle que mi consejo es inapropiado. Pero, sigo creyendo que la expresión de la emoción es sana y la represión enferma. Lo entendió David, cuando escribe algunos Salmos que a los oídos del legalismo deben sonar a blasfemia. Dios no impide la expresión de emoción, sólo creerlo es monstruoso y una desfiguración de la verdadera esencia de la religión. Dios está con nosotros en medio de la alegría y también el llanto, cuando estamos en paz y cuando apretamos los puños y los alzamos al cielo para preguntar: ¿Por qué?
Seguramente, sintió la misma simpatía que yo he sentido por eso niño que se despidió de su mascota, porque Dios siempre está con el dolor del que sufre, nunca nos abandona, ni aún cuando creemos que está tan lejos que no nos escucha.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.
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