Jesús preparó el desayuno
Pedro fue un cobarde, como tú y yo probablemente lo seríamos en circunstancias parecidas. No sólo negó que era discípulo de Jesús y que lo conocía, también comenzó a decir palabrotas de grueso calibre con tal de convencer a su audiencia. Fue una forma poco sabia de actuar. Tenía tanto miedo de ser apresado con Cristo que utilizó la forma soez de hablar, que seguramente había aprendido junto al mar, mientras peleaba con otros pescadores. Era un hombre rudo, acostumbrado a defender lo suyo. Sin embargo, en esta ocasión pudo más la presión del grupo.
¿Te suena conocido? ¿Has estado en una situación donde el grupo pudo más que tu conciencia? ¿Tus compañeros de trabajo, de estudio o tu familia te presionaron tanto que terminaste negando tu fe? Pues Pedro no es el único traidor, de su misma estirpe somos todos, unos de una manera y otros de otra forma, terminamos finalmente negando que hayamos estado con Cristo y que le hemos conocido.
Estaba en lo mejor diciendo las palabras más soeces que pudiera recordar cuando de pronto escuchó cantar el gallo y en ese momento recordó las palabras de Jesús:
―Esta misma noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces.
Cuando se acordó observó el rostro de Jesús que por un instante lo vio y salió de aquel lugar y se fue a las afueras de la ciudad y lloró amargamente. Lloró como alguien que ha sido derrotado. Lloró por su orgullo herido. Lloró porque una vez más Jesús tenía razón. Lloró por su cobardía. Sintió de pronto un peso sobre sí tan grande que parecía que el aire se le iba y con sus sollozos y lamentos no podía respirar. Sentía vergüenza, sabía que su gesto sería recordado para siempre. Que vez tras vez la gente se referiría a su forma tan ruin de actuar.
Se sumergió en la noche oscura de su amargura. En el silencio triste y melancólico de quienes saben que han fracasado. Sobre sus hombros caídos sentía un peso como nunca antes había experimentado. Estaba solo. Entre la negra bruma de la oscuridad sólo se sentían sus sollozos amargos. La tristeza anegaba su mente. Esa noche no pudo dormir.
Antes había prometido de manera solemne:
―Señor, no sólo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel sino también morir junto contigo.
Cada vez que se acuerda de esas palabras siente vergüenza. Sólo pensar en el ridículo que ha hecho lo llena de un sentimiento de tristeza enorme. Pero, no sólo lo negó una vez, sino tres veces y utilizando el vocabulario más degradante que se le pudiera ocurrir para hacer convincentes sus palabras. En tan sólo un momento ha tirado por tierra tres años de estar con Jesucristo.
Cada vez que escucho a alguien decir: “A mi no me va a pasar”, “yo soy fuerte”, “he aprendido la lección”, “he madurado”, etc. y otras tonterías por el estilo, pienso en Pedro, y en lo seguro de sí mismo que se sentía. Mientras más seguro, más frágil. Mientras más orgulloso, más débil. La lección de Pedro deberíamos recordarla todos los días, pero somos duros, porfiados, envalentonados en nuestros legalismos aprendidos, que no entendemos cuán débiles somos a la negación de Cristo.
El domingo en la mañana está junto a los demás en el aposento alto, lamentándose, con miedo, escondido, confundido, triste. Escucha que las mujeres cuentan que Jesús ha resucitado, como buen machista de su tiempo, no les cree, porque su estereotipo le dice que las mujeres no son confiables, así que se va corriendo a la tumba para constatar por sí mismo. Supo que Jesús había resucitado y sintió alegría, pero también un gran pesar.
Luego, ese mismo día Jesús se apareció a todos en el aposento alto, y Pedro no dijo nada, sólo se mantuvo en un rincón, en silencio, sin acercarse a Cristo. Avergonzado, temeroso, con culpa, como se siente todo aquel que ha fallado, que sabe que no ha dado la nota que corresponde, que ha fracasado. Jesús tampoco le dijo nada.
Jesús cita a sus discípulos en la montaña. Se demoran varios días en llegar allí, de hecho Cristo se reúne con ellos allí una semana después. Pero, ¿qué hace Pedro en el intertanto? En vez de irse a la montaña y prepararse junto con los demás, simplemente se va al lago a pescar. ¡Si! ¡Eso mismo! ¡A pescar! ¿Quién quiere comer pescado en ese momento? ¿Qué le pasa por la mente a Pedro?
Pues, lo más probable es que la vergüenza lo haga pensar que ya no tiene lugar entre los discípulos. Eso ocurre siempre con el fracaso, cuando alguien se siente derrotado, entonces, se automargina, la mayoría de las veces lo hacen porque saben que sus “hermanos” lo aislarán, lo dejarán a un lado, no lo perdonarán y simplemente le enrostrarán su derrota. Para que eso no ocurra, la mayoría de las personas opta por alejarse, lo hace como un mecanismo de defensa, para sobrevivir a las habladurías de sus “hermanos”. Es extraño, pero la dureza de los hermanos suele ser peor que la de los enemigos, los que profesan una fe suelen tener una memoria del pecado ajeno que suele ser escandalosamente extraordinario. Se recuerdan los momentos, las acciones, las palabras, los pormenores, etc., no es extraño que los que sienten culpa se alejen, sus hermanos lo harán al fin de cuenta, así que se va.
Así que allí tenemos a Pedro, saliendo al mar, en su viejo bote, lleno de culpa, de vergüenza, de temor, de tristeza. El que hace unos días atrás estaba cantando junto a la gente en la entrada triunfal, el que se sentía seguro al lado del Maestro, el que soñaba con un lugar en el reino, ahora está solo, tirando las redes y tristemente solitario. ¿Qué triste es equivocarse? ¿Qué dolor da el quedar solo precisamente en el momento en que más se necesita la compañía amorosa de otros? Pero así somos, crueles con los errores de otros y mendigos de comprensión cuando los que nos equivocamos somos nosotros. Aunque lo acompañan sus otros compañeros, va en silencio, sin confesar su falta. No quiere que los otros sepan su error. Los conoce, prefiere mantenerse callado, porque les teme, sabe cuán crueles pueden ser, él también ha sido uno de ellos…
Pasan toda la noche pescando, pero por más que tiran las redes, no logran pescar nada. A la mañana, cuando ya no es hora de pescar, cuando los peces se alejan y la luz aparece en el horizonte escuchan a alguien a la orilla que les pregunta:
―¿Tienen algo de comer?
Ellos responden que no, así que el extraño, que no reconocen, les dice que tiren la red al otro lado de la barca. Así lo hacen, ¿qué tienen que perder? Pero esta vez, son cientos los peces que quedan atrapados, tantos que no pueden sacarlos.
De pronto Pedro siente que su corazón da un vuelco y le dice a Juan:
―¡Es el Señor!
Y sin darle tiempo a Juan de reaccionar se pone algo y salta al agua y nada. Como siempre, precipitado, actúa sin pensar, al llegar a la orilla ve con claridad a Jesús que mostrándole una fogata donde hay peces y pan preparándose, les dice:
―Traigan algún otro pescado para poner en el fuego.
Pedro obedece, va al bote y ayuda a arrastrar la red.
Luego Jesús les dice:
―Vengan a desayunar.
Jesús preparó el desayuno
Sin duda, Jesús preparó el desayuno. Una lección para los machistas que no entran a la cocina. Una lección para los que no perdonan.
Jesús no dijo nada. No le dijo a Pedro: “Te acuerdas que te lo advertí”. No le dio un sermón particular. No lo avergonzó. Hasta ese momento nadie sabe lo que Pedro ha hecho, todos estaban lejos. Es algo que sólo Pedro conoce.
Pero Jesús, no pretende dar una lección que sirva de escarmiento. No es como alguno de sus seguidores de hoy que buscan dar ejemplos aleccionadores, Jesús mantiene silencio y prepara el desayuno.
Lo hace con cariño, con bondad, entendiendo que lo que Pedro necesita es restauración y no reproche. Sabe que un buen bocado alrededor de una fogata después de una noche de frustración es medicina para el cuerpo y para la mente.
Pero Jesús no sólo los invitó a desayunar, también les sirvió, les dio el pan. Todos están avergonzados. No tanto como Pedro, pero saben que han sido unos cobardes que han huido. Cada uno recibe pan y pescado de las manos del mismo Jesús. ¡Qué hermosa lección! ¡Cuán diferente sería la actitud de los que se equivocan si en vez de reprocharlos o hundirlos, les sirviéramos el desayuno y los atendiéramos con bondad!
Sólo cuando han desayunado Jesús conversa con Pedro y le hace tres veces la misma pregunta, como una manera de darle la oportunidad de enmendarse. Tres veces lo negó, tres veces Jesús le da la oportunidad de reafirmar su compromiso con él. Así siempre es Cristo, no nos deja solos en el mar, con nuestra amargura y el dolor. Se acerca a la orilla, nos espera que lleguemos cansados, silenciosos, derrotados, tristes y nos dice:
―¡Vengan a desayunar!
¿No sería hermoso que hiciéramos lo mismo con aquellos que se han equivocado? Que nos acercáramos y les dijéramos:
―Te invito a almorzar, quiero cenar contigo…
Jesús da el primer paso. Es falso eso que dicen que Dios espera que el pecador vaya arrepentido a él, eso no es lo que hace Dios, él siempre nos busca, siempre nos da la oportunidad de enmendar, él se acerca y nos dice:
―¡Ven! ¡Te preparé comida! Quiero comer junto a ti.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.
¿Te suena conocido? ¿Has estado en una situación donde el grupo pudo más que tu conciencia? ¿Tus compañeros de trabajo, de estudio o tu familia te presionaron tanto que terminaste negando tu fe? Pues Pedro no es el único traidor, de su misma estirpe somos todos, unos de una manera y otros de otra forma, terminamos finalmente negando que hayamos estado con Cristo y que le hemos conocido.
Estaba en lo mejor diciendo las palabras más soeces que pudiera recordar cuando de pronto escuchó cantar el gallo y en ese momento recordó las palabras de Jesús:
―Esta misma noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces.
Cuando se acordó observó el rostro de Jesús que por un instante lo vio y salió de aquel lugar y se fue a las afueras de la ciudad y lloró amargamente. Lloró como alguien que ha sido derrotado. Lloró por su orgullo herido. Lloró porque una vez más Jesús tenía razón. Lloró por su cobardía. Sintió de pronto un peso sobre sí tan grande que parecía que el aire se le iba y con sus sollozos y lamentos no podía respirar. Sentía vergüenza, sabía que su gesto sería recordado para siempre. Que vez tras vez la gente se referiría a su forma tan ruin de actuar.
Se sumergió en la noche oscura de su amargura. En el silencio triste y melancólico de quienes saben que han fracasado. Sobre sus hombros caídos sentía un peso como nunca antes había experimentado. Estaba solo. Entre la negra bruma de la oscuridad sólo se sentían sus sollozos amargos. La tristeza anegaba su mente. Esa noche no pudo dormir.
Antes había prometido de manera solemne:
―Señor, no sólo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel sino también morir junto contigo.
Cada vez que se acuerda de esas palabras siente vergüenza. Sólo pensar en el ridículo que ha hecho lo llena de un sentimiento de tristeza enorme. Pero, no sólo lo negó una vez, sino tres veces y utilizando el vocabulario más degradante que se le pudiera ocurrir para hacer convincentes sus palabras. En tan sólo un momento ha tirado por tierra tres años de estar con Jesucristo.
Cada vez que escucho a alguien decir: “A mi no me va a pasar”, “yo soy fuerte”, “he aprendido la lección”, “he madurado”, etc. y otras tonterías por el estilo, pienso en Pedro, y en lo seguro de sí mismo que se sentía. Mientras más seguro, más frágil. Mientras más orgulloso, más débil. La lección de Pedro deberíamos recordarla todos los días, pero somos duros, porfiados, envalentonados en nuestros legalismos aprendidos, que no entendemos cuán débiles somos a la negación de Cristo.
El domingo en la mañana está junto a los demás en el aposento alto, lamentándose, con miedo, escondido, confundido, triste. Escucha que las mujeres cuentan que Jesús ha resucitado, como buen machista de su tiempo, no les cree, porque su estereotipo le dice que las mujeres no son confiables, así que se va corriendo a la tumba para constatar por sí mismo. Supo que Jesús había resucitado y sintió alegría, pero también un gran pesar.
Luego, ese mismo día Jesús se apareció a todos en el aposento alto, y Pedro no dijo nada, sólo se mantuvo en un rincón, en silencio, sin acercarse a Cristo. Avergonzado, temeroso, con culpa, como se siente todo aquel que ha fallado, que sabe que no ha dado la nota que corresponde, que ha fracasado. Jesús tampoco le dijo nada.
Jesús cita a sus discípulos en la montaña. Se demoran varios días en llegar allí, de hecho Cristo se reúne con ellos allí una semana después. Pero, ¿qué hace Pedro en el intertanto? En vez de irse a la montaña y prepararse junto con los demás, simplemente se va al lago a pescar. ¡Si! ¡Eso mismo! ¡A pescar! ¿Quién quiere comer pescado en ese momento? ¿Qué le pasa por la mente a Pedro?
Pues, lo más probable es que la vergüenza lo haga pensar que ya no tiene lugar entre los discípulos. Eso ocurre siempre con el fracaso, cuando alguien se siente derrotado, entonces, se automargina, la mayoría de las veces lo hacen porque saben que sus “hermanos” lo aislarán, lo dejarán a un lado, no lo perdonarán y simplemente le enrostrarán su derrota. Para que eso no ocurra, la mayoría de las personas opta por alejarse, lo hace como un mecanismo de defensa, para sobrevivir a las habladurías de sus “hermanos”. Es extraño, pero la dureza de los hermanos suele ser peor que la de los enemigos, los que profesan una fe suelen tener una memoria del pecado ajeno que suele ser escandalosamente extraordinario. Se recuerdan los momentos, las acciones, las palabras, los pormenores, etc., no es extraño que los que sienten culpa se alejen, sus hermanos lo harán al fin de cuenta, así que se va.
Así que allí tenemos a Pedro, saliendo al mar, en su viejo bote, lleno de culpa, de vergüenza, de temor, de tristeza. El que hace unos días atrás estaba cantando junto a la gente en la entrada triunfal, el que se sentía seguro al lado del Maestro, el que soñaba con un lugar en el reino, ahora está solo, tirando las redes y tristemente solitario. ¿Qué triste es equivocarse? ¿Qué dolor da el quedar solo precisamente en el momento en que más se necesita la compañía amorosa de otros? Pero así somos, crueles con los errores de otros y mendigos de comprensión cuando los que nos equivocamos somos nosotros. Aunque lo acompañan sus otros compañeros, va en silencio, sin confesar su falta. No quiere que los otros sepan su error. Los conoce, prefiere mantenerse callado, porque les teme, sabe cuán crueles pueden ser, él también ha sido uno de ellos…
Pasan toda la noche pescando, pero por más que tiran las redes, no logran pescar nada. A la mañana, cuando ya no es hora de pescar, cuando los peces se alejan y la luz aparece en el horizonte escuchan a alguien a la orilla que les pregunta:
―¿Tienen algo de comer?
Ellos responden que no, así que el extraño, que no reconocen, les dice que tiren la red al otro lado de la barca. Así lo hacen, ¿qué tienen que perder? Pero esta vez, son cientos los peces que quedan atrapados, tantos que no pueden sacarlos.
De pronto Pedro siente que su corazón da un vuelco y le dice a Juan:
―¡Es el Señor!
Y sin darle tiempo a Juan de reaccionar se pone algo y salta al agua y nada. Como siempre, precipitado, actúa sin pensar, al llegar a la orilla ve con claridad a Jesús que mostrándole una fogata donde hay peces y pan preparándose, les dice:
―Traigan algún otro pescado para poner en el fuego.
Pedro obedece, va al bote y ayuda a arrastrar la red.
Luego Jesús les dice:
―Vengan a desayunar.
Jesús preparó el desayuno
Sin duda, Jesús preparó el desayuno. Una lección para los machistas que no entran a la cocina. Una lección para los que no perdonan.
Jesús no dijo nada. No le dijo a Pedro: “Te acuerdas que te lo advertí”. No le dio un sermón particular. No lo avergonzó. Hasta ese momento nadie sabe lo que Pedro ha hecho, todos estaban lejos. Es algo que sólo Pedro conoce.
Pero Jesús, no pretende dar una lección que sirva de escarmiento. No es como alguno de sus seguidores de hoy que buscan dar ejemplos aleccionadores, Jesús mantiene silencio y prepara el desayuno.
Lo hace con cariño, con bondad, entendiendo que lo que Pedro necesita es restauración y no reproche. Sabe que un buen bocado alrededor de una fogata después de una noche de frustración es medicina para el cuerpo y para la mente.
Pero Jesús no sólo los invitó a desayunar, también les sirvió, les dio el pan. Todos están avergonzados. No tanto como Pedro, pero saben que han sido unos cobardes que han huido. Cada uno recibe pan y pescado de las manos del mismo Jesús. ¡Qué hermosa lección! ¡Cuán diferente sería la actitud de los que se equivocan si en vez de reprocharlos o hundirlos, les sirviéramos el desayuno y los atendiéramos con bondad!
Sólo cuando han desayunado Jesús conversa con Pedro y le hace tres veces la misma pregunta, como una manera de darle la oportunidad de enmendarse. Tres veces lo negó, tres veces Jesús le da la oportunidad de reafirmar su compromiso con él. Así siempre es Cristo, no nos deja solos en el mar, con nuestra amargura y el dolor. Se acerca a la orilla, nos espera que lleguemos cansados, silenciosos, derrotados, tristes y nos dice:
―¡Vengan a desayunar!
¿No sería hermoso que hiciéramos lo mismo con aquellos que se han equivocado? Que nos acercáramos y les dijéramos:
―Te invito a almorzar, quiero cenar contigo…
Jesús da el primer paso. Es falso eso que dicen que Dios espera que el pecador vaya arrepentido a él, eso no es lo que hace Dios, él siempre nos busca, siempre nos da la oportunidad de enmendar, él se acerca y nos dice:
―¡Ven! ¡Te preparé comida! Quiero comer junto a ti.
© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.
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