El derecho a ser feliz

Dentro de algunas semanas un amigo se va a casar. No es cualquier amigo, es un anciano, enviudó hace varios años, lo aprecio mucho, fue muy importante en un momento de mi vida. No es su primer matrimonio, de hecho, será el tercero. Después de la muerte de su esposa, se casó, pero, no le fue bien, al contrario, tuvo una gran decepción de la cual no suele hablar por el dolor que le causa.

El otro día una persona poco sabia y con una empatía del porte de una hormiga dijo a modo de protesta:

―Supongo que no pretenderá casarse con bombos y platillos ni hará una fiesta.

Otra persona respondió:

―¿Por qué no? ¿Acaso ha hecho algo malo? ¿No tiene derecho?

Esta conversación ha motivado mi reflexión de hoy. De hecho, me hace pensar en la falta de empatía frente a las vivencias de otros.

¿Qué derecho tenemos a erguirnos en jueces de otros? ¿Qué nos impulsa a juzgar los motivos y las intenciones de otros?


El derecho a ser feliz

Todas las personas tienen derecho a ser felices y plenas.  A veces, algunas personas, vaya a saber por qué oscuros conflictos interiores, tienden a negar la posibilidad de ser felices a otros. Son como perros del hortelano, no son felices, pero tampoco quieren que otros lo sean.

La felicidad es un bien tan relativo y subjetivo, que cuando se tiene al alcance es absurdo no tomar un poco de su néctar sabroso. Si además, tienes fecha fija con el cementerio y vez que los años que te quedan por delante son pocos y la vida te la oportunidad de pasar esos últimos años con alguien a tu lado que no sólo sea tu compañía sino que te ame y te aprecie, ¿quién tiene derecho a oponerse?

El derecho a ser feliz debería estar consignado como un derecho humano básico, y por lo mismo, se debería exigir que nadie interviniera en los senderos de otros que buscan desesperadamente tener una sonrisa de satisfacción en el día a día.

Esta vida ya es lo suficientemente compleja y difícil, como para además soportar la carga de personas que están allí fisgoneando en qué momentos sonreímos para darnos un palo de soberbia revanchista y no permitirnos vivir algún momento de alegría y satisfacción.

La soledad es demasiado amarga

La soledad no es una buena compañía, al contrario, suele ser amarga y dolorosa. Si alguien tiene la oportunidad de encontrar a alguien que esté dispuesto a acompañarlo y pasar las horas que restan de vida a su lado, ¿quiénes somos para ariscar la nariz o sospechar de la alegría de alguien que tiene todo el derecho del mundo a buscar la compañía de otra persona?

Estar solo no es agradable, menos aún en la vejez, cuando los hijos, nietos y otras personas construyen su vida con la ilusión de la eternidad y no tienen ni la energía ni el interés de acompañar a un anciano u anciana.

Hace algún tiempo leí el caso de un asilo de anciano cuya directora hizo un escándalo porque dos de los ancianos de su institución se enamoraron y planearon casarse. Ella exclamó a todos los medios: ¿Qué se creen? ¿Cómo es posible a esa edad?

Ya quiero ver a esa mujer amargada, vieja, llena de achaques, enferma de soledad y sin nadie con quien compartir un pedazo de pan y una taza de té. El café de la tarde tomado en la terraza a la puesta de sol, pero sin nadie al lado, sabe a carbón quemado, sin gusto y con sabor a ajenjo.

Hacer fiesta por la alegría

El amor es bello a cualquier edad. Dichosos los que aman. Dichosos los que han tocado el cielo al compás del Bolero de Ravel. La alegría del amor es como una droga que nos evade de la realidad y nos transporta a otros mundos. Nadie debería privarse del amor, aunque sea por un momento.

Los ancianos si quedan solos deberían ser animados a buscar compañía, alguien que esté a tu lado y les acompañe con los achaques y también con las grandezas que tiene el espíritu humano a toda edad.

Un paseo a la luz de la luna, tomados de la mano, con la piel surcada por los años, a la orilla del mar, es un cuadro hermoso. Dichosos quienes logran mantener la alegría del amor sin tener que dar explicaciones a nadie. De hecho, el amor no precisa de justificaciones. Al contrario, excusar el amor es un absurdo que no admite análisis.

Si de mí dependiera le haría a mi amigo anciano una fiesta descomunal. Tiraría la casa por la ventana. Invitaría a los medios. Pondría un aviso en el diario. Llamaría a algún canal de televisión e invitaría a un locutor de la hora romántica para que les hiciera una entrevista. El amor, a veces se escabulle entre el barullo de la ciudad y las preocupaciones, por eso cuando alguien, a la edad que sea ama, entonces, es hora de celebrar, no de estar ariscando la nariz como la aprendiz de amargura que dice: “Supongo que no hará una fiesta”. ¿Por qué no, digo yo? La haremos, y en grande, pero no invitaremos a esa discípula de la oscuridad, para que no ensombrezca la fiesta con su tristeza que le sale a flor de piel. Pobrecita, capaz que nunca probó de verdad el manjar dulce del amor.

Amigo mío, salud. Un brindis por tu alegría. Un brindis por el amor. Un abrazo a la distancia. Tu matrimonio a la edad que tienes es un canto a la alegría, es sacarle la lengua a la muerte y alejarte del cementerio del brazo del amor. Salud por ti, salud por la vida, salud por quienes se atreven a la edad que sea a amar. Salud por tu futura esposa, por la compañera que la vida te ofrece en el último recodo del camino. Salud porque me animas a soñar, a creer que la alegría siempre es posible.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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