Tarea para valientes

“Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Ef. 5:1)

Ser padre no es para cobardes. Supone una tremenda carga emotiva y cuota de ansiedad constante. Los hijos nos obligan a entregar lo mejor de nosotros mismos y hacen que afloren nuestros más acendrados miedos. Ellos nos convierten en personas distintas. Modifican nuestras perspectivas. Un hijo nos cambia la vida.

La gran desventaja —sin embargo—es que vienen cuando estamos en pleno crecimiento y aprendizaje. En realidad crecemos con ellos. Muchos, ya adultos y maduros se plantean: “Ojalá hubiese tenido hijos sabiendo todo lo que hoy sé, probablemente hubiese cometido menos errores y mis hijos verterían menos lágrimas.”

Pero —querámoslo o no— así es la vida, para tener hijos hay que ser joven para tener la energía para seguirlos en su crecimiento, también es deseable que seamos lo suficientemente sabios como para entender los procesos que ellos viven, sin embargo ese es un proceso en el que nosotros vamos creciendo junto con nuestros hijos.

Lo ideal es que nosotros hubiésemos crecido suficiente con nuestros propios padres y que ellos nos hubiesen traspasado un cúmulo de sabiduría que a la vez nosotros pudiésemos transferir a nuestros hijos. Lo real de toda esta historia es que en muchas ocasiones los padres no tienen modelos adecuados para mostrar a sus hijos y tienen que inventarse como padres a medida que crecen y que van apareciendo las circunstancias en que se hace necesario su actuar paterno. De un modo u otro, nos vamos convirtiendo en padres a medida que nuestros hijos van creciendo. La gran ironía es que cuando ya sabemos lo suficiente... es hora de que ellos partan.

A los hijos les lleva toda la vida entender que sus padres —en la mayoría de los casos— han hecho su mejor esfuerzo, pero eso no ha alcanzado... y lo sabrán con total certeza cuando ellos tengan que invertir los roles y de hijos se conviertan en padres, y vuelva a repetirse el ciclo donde los hijos de los hijos pronto sostengan que sus padres están obsoletos y son incapaces de entenderlos.

Sin embargo, con todo lo difícil que supone la paternidad, sigue siendo un invento maravilloso de Dios porque nos pone en la perspectiva divina al entender—aunque sólo sea en parte—lo que significa para Dios el ser nuestro Padre.

Dios decidió compartir con nosotros un privilegio. El de ser guías de personas incalculablemente valiosas. El todopoderoso nos otorgó la oportunidad de entender en parte lo que significan las alegrías y tristezas de él como nuestro gran Padre amoroso.

© Dr. Miguel Ángel Núñez. Prohibida su reproducción parcial o completa sin la autorización expresa del autor.

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